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XV
En el cristianismo, la religión no está en contacto con la realidad. No hay más que causas imaginarias (Dios, el alma,
yo, el espíritu, el libre albedrío o el albedrío no libre) y, por supuesto, efectos imaginarios (el pecado, la salvación,
la gracia, la expiación, el perdón de los pecados); una relación imaginaria entre los seres (Dios, los espíritus, el alma);
una ciencia "natural" que sólo existe en algunas imaginaciones (antropocéntrica con carencia absoluta del concepto de las
causas naturales); una psicología imaginaria, (nada más que equivocaciones, interpretaciones de sentimientos generales, agradables
o desagradables, tales como los diversos estados del gran simpático, mediante el lenguaje figurado de las idiosincrasias morales
y religiosas: el arrepentimiento, la voz de la conciencia, la tentación del espíritu maligno, la presencia de dios); una teología
imaginaria (el reino de dios, el juicio final, la vida eterna).
Ese mundo de ficciones se distingue, desfavorablemente para él, del mundo de ensueño, en que éste refleja la realidad,
mientras que el otro no hace más que falsearla para negarla y después despreciarla. Desde que se inventó el concepto Naturaleza
en oposición al concepto Dios, natural se hizo sinónimo de despreciable y todo ese mundo de puras ficciones tiene su base
en el odio contra lo natural, contra la realidad; es la expresión de una profunda aversión a la realidad. Esto explica todo.
¿Quién es el único que tiene motivos para salirse de la realidad por medio de una mentira? Aquel a quien la realidad hace
padecer. Y padecer, en este caso, significa ser una realidad frustrada. La preponderancia del sentimiento de no placer sobre
el placer, es la causa de esta religión y esta moral ficticias: este exceso da exacta idea de lo que es la decadencia.
XVI
Si analizamos el concepto cristiano de dios obtendremos una conclusión análoga. Un pueblo que conserva la fe en sí mismo,
tiene también un Dios que le pertenece. En ese Dios admira y adora las condiciones que le han hecho triunfar, sus virtudes;
proyecta la sensación del placer que se causa a sí mismo y el sentimiento de su poder, en un ser al que puede dar gracias
por ello. El rico quiere aparecer como dadivoso; un pueblo altivo necesita un Dios ante quien sacrificar... En estas circunstancias,
la religión es una forma de la gratitud. El hombre está agradecido consigo mismo y por eso necesita un Dios que le pueda ayudar
y dañar, que sea amigo y enemigo, a quien se admira en lo bueno y se respeta y teme en lo malo. Esto hace indeseable la castración
antinatural de un Dios, que lo convierte en Dios del bien únicamente. Es necesario el Dios malo complemento del Dios bueno.
No debe el hombre su propia existencia a la tolerancia y a la filantropía. ¿Qué valdría un dios ajeno a la ira, a la venganza,
a la envidia, a la burla, a la astucia, a la violencia; incapaz de sentir acaso los ardientes ardores de la victoria y del
aniquilamiento? No se comprende un Dios de esta naturaleza. Pero cuando un pueblo perece, cuando siente desaparecer definitivamente
su fe en el porvenir y su esperanza en la libertad; cuando la sumisión le parece una necesidad y las virtudes de la sumisión
entran en su conciencia como un requisito de la conservación, entonces es preciso que su Dios se transforme. Se vuelve santurrón,
miedoso, humilde, aconseja la paz del alma, el destierro del odio, las contemplaciones, el amor al prójimo. No hace más que
moralizar, arrastrarse en la madriguera de las morales privadas, volviéndose el Dios de todo el mundo, el Dios de la vida
privada, se torna cosmopolita. Antaño representaba un pueblo, la fuerza de un pueblo, todo lo que es agresivo y sediento de
poder en el alma de un pueblo: ahora no es ya más que un Dios bueno... Esta alternativa, es común a todos los dioses: o son
la voluntad de dominio y entonces son los dioses de un pueblo, o son la total impotencia y entonces se vuelven buenos a la
fuerza.
XVII
Siempre que la voluntad de la potencia disminuya, puede afirmarse que existe un retroceso fisiológico, una decadencia.
La divinidad de la decadencia se torna fatalmente en el Dios de los que se hallan en un estado de regresión fisiológica, en
el Dios de los débiles. Más no se llaman a sí mismos los débiles, se llaman los buenos. Se comprende, con solo una ligera
indicación, en qué momento de la historia se hará posible la ficción de un Dios bueno y un Dios malo. El mismo instinto de
que se valen los sometidos para rebajar su Dios al bien en sí, los hace despojar de sus buenas cualidades al Dios de los vencedores:
se vengan de sus amos diabolizando al dios de estos. El Dios bueno y el Demonio son productos de la decadencia. ¿Es creible
que hoy nos sometamos aún a la simpleza de los teólogos cristianos y admitamos con ellos el desenvolvimiento de la idea de
Dios, desde Jehová, Dios de Israel, Dios de un pueblo, hasta llegar a la concepción del Dios cristiano, detentador del sumo
bien? Incluso Renán ha hecho esto, como si le fuese disculpable por ser Renán. Cuando del concepto de Dios se elimina la vida
ascendente y todo lo que es fuerte, valiente, sobervio, altivo; cuando ese concepto viene a menos, paso a paso hasta convertirse
en símbolo de una tabla de salvación para todos los que se ahogan; cuando se hace de Dios el Dios de los pecadores, de los
enfermos, y si los atributos de Salvador y Redentor vienen a ser los únicos atributos divinos, ¿a dónde nos conduciría semejante
transformación y redención en lo divino?
No cabe duda de que el reino de Dios se ensancha. Antes Dios no tenía más que su pueblo, su pueblo elegido. Pero después
se va al extranjero, como su pueblo, comienza a viajar sin echar raíces en parte alguna, hasta que al fin llega a estar en
todas partes en su casa, hasta que tiene a su lado a la mayoría, a medio mundo. Pero el Dios de la multitud, el demócrata
entre los Dioses, no se convirtió siquiera en un altivo Dios pagano; continuó siendo judío, el dios de las encrucijadas misteriosas,
de los rincones y de los parajes oscuros de todos los barrios malsanos del mundo. Su reino universal es ahora, como antes,
un reino subterráneo, un hospital, un reino de judería. Y aún él, ¡qué pálido, qué débil, qué decadente!... Los más lívidos
entre los seres pálidos, los señores metafísicos, esos albinos del pensamiento, lo secuestraron y tejieron tan bien la tela
a su alrededor, que, hipnotizado por sus movimientos, se convirtió en Araña, en metafísico. De entonces acá se puso a devanar
el mundo fuera de sí mismo, sub specie Spinozae, se transfiguró en una cosa cada vez más sutil, cada vez más pálida; se tornó
ideal, espíritu puro, absolutum, cosa en sí. La ruina de Dios. Transformóse en la cosa en sí.
XVIII
El concepto que de su Dios tienen los cristianos -Dios: el Dios de los enfermos; el Dios-araña; el Dios-espíritu-, es
uno de los conceptos divinos más corrompidos que han existido en el mundo; quizás está al más bajo nivel de la evolución descendente
del tipo divino; es un Dios degenerado al extremo de estar en contradicción con la vida, en vez de ser su afirmación y glorificación
eterna. ¡Declarar la guerra, en nombre de Dios, a la vida, a la Naturaleza, a la voluntad de vivir! ¡Dios, la fórmula de todas
las calumnias contra lo de aquí abajo, de todas las mentiras del más allá! ¡El no-ser divinizado en Dios, la voluntad de la
nada, santificada!
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